miércoles, 18 de enero de 2017

RELATO BREVE: DE LOS HÁBITOS INCOMPATIBLES

HÁBITOS INCOMPATIBLES

            Al principio no me extrañó su comportamiento. Bueno, quizá un poco, pero pudo más el amor, o el deseo, o el anhelo de compañía. Habituada a convivir con una familia un poco lunática pero respetuosa con los espacios, los silencios y las excentricidades de cada uno, y admitiendo tener, por mi parte, algún que otro hábito inusual, me resultó fácil hacer la vista gorda a los pequeños indicios de rarezas que se fueron colando en nuestra cotidianidad.
            Compartimos circunstancias de manera plácida y sin sobresaltos. Plegándose él a mis costumbres, buscamos una casa alejada del ruido urbano y cerca del campo, un lugar con jardín en el que la naturaleza viva pudiera colarse en la casa, algo esencial para mí. Somos muy distintos, y procuramos evitarnos durante el día, pero las noches  compensan esas diferencias, y nos hacen felices.
            No le gusta la carne poco hecha y dice desaprobar el consumo de lácteos. Se alimenta principalmente de frutas y verduras, y de vez en cuando, algo de pollo o pescado a la plancha, lo que le mantiene extremadamente delgado y le da ese aspecto melancólico y soñador que tanto me gusta. Es meticuloso y lento en la preparación de sus comidas: limpia, trocea, cocina despacio. Es como un rito, me exaspera.
                        Vivimos juntos desde hace tres meses. Tan lejanas a las suyas, mis rutinas alimentarias le molestan, y hasta a veces creo que le repugnan, acostumbrado a ingerir hasta el aburrimiento, día tras día, hojas verdes y frutos carnosos. Soy desordenada en mis horarios y  él evita estar presente en mis comidas, como yo en las suyas. El hecho de ser tan distintos nos aísla de nuestros respectivos mundos. Ha empezado a cultivar un huerto: le relaja. Le he propuesto criar algún animal, preparar una pequeña granja: sería bueno para los dos, pero él rechaza la idea de manera categórica.
            Mi familia le acepta con reservas: desde que vivimos juntos, mi relación con ellos es distante. Le he invitado sin éxito en repetidas ocasiones a probar cosas nuevas, haciendo hincapié en la falta de proteínas de su dieta (en su defensa, he de decir que en otros ámbitos de nuestra vida en común sí se muestra receptivo a los cambios y hasta muestra una estimulante imaginación), y en el importante ahorro económico que supondría para la economía doméstica el hecho de compartir (además de colchón) mesa y menú, algo que, en un contable como él, creí que sería un argumento de peso. De momento, se mantiene fiel a sus semillas, sus tomates ecológicos y a  sus zumos vitamínicos. Es una obsesión.

            Ya le he avisado de mi necesidad de cambiar de casa con frecuencia. Confío en que lo entienda y me acompañe. En el vecindario comienzo a notar las miradas torvas y desconfiadas que reconozco como final de un ciclo. Gatos, pájaros, lagartijas… apenas entran ya en la casa, pese a vivir en un hogar de puertas abiertas. Sólo me quedan los insectos, bastante pobres e insípidos. Las lombrices, siempre a mano en caso de necesidad, no me acaban de convencer: saben demasiado a campo, a tierra, a hojas verdes.