domingo, 11 de junio de 2017

DE HÉROES Y ESPERANZAS

  



   Acabo de ver un video espantoso en un informativo. Antes de emitirlo, han anunciado aquello de que las imágenes podrían herir la sensibilidad del espectador. Y de qué manera. Una escena tan atroz que te hace plantearte qué basura de sociedad estamos perpetuando. Una mujer con aire despistado es brutalmente atropellada ante la pasividad absoluta de todos los allí presentes, de los peatones y de los conductores que la sortean, imagino que despotricando de lo molesto que es ese cuerpo inerte que les hace desviarse de su trayectoria. Ni un solo transeúnte se acercó, ni un solo conductor se bajó de vehículo, nadie tuvo el pálpito, la necesidad, el impulso natural de socorrerla, o se sintió al menos en la obligación cívica de comportarse con un mínimo de humanidad, como manda la razón, ya que no parece que tengan voz sus corazones, de buscar ayuda, de tenderle una mano, de parar el tráfico para evitar, como así ocurrió, un segundo atropello. Cómo vivirán con eso, cómo dormirán tranquilos después, cómo habrán contado a sus familias que estuvieron allí, en primera línea, convencidos de que no era cosa suya, detallando el momento como el que cuenta una película o una anécdota más: el golpe del primer coche, los minutos que estuvo tendida en el suelo sin recibir ayuda ni consuelo, cómo trató de incorporarse justo antes de ser rematada por un segundo vehículo. Qué pensará su familia de su actitud, de su indolencia, de su pasotismo, de su indignidad. ¿Se avergonzarán, se lo recriminarán?¿actuarán con fría naturalidad o con morbosa curiosidad?¿ se entusiasmarán de saberlo testigo de un suceso cuya grabación ha dado la vuelta el mundo?

    Minutos después, escucho que acaba de aterrizar el avión que trae de vuelta a casa los restos mortales de un chico normal protagonista de un acto extraordinario, alguien que se lanzó a ayudar a una mujer a la que no conocía sin pensar en el riesgo, actuando según le dijo el corazón, sin dar opción a que hablaran ni la razón, ni la prudencia, ni el instinto de protección. Entonces pienso también en esta otra familia, la de Ignacio, a la que él ya no podrá contar lo que pasó, y me gustaría que supieran que, al menos a mí, su actitud y su valor me devuelven un poco la confianza en este mundo en construcción. Puede que la suma de muchas esperanzas como la mía consiga aliviarles un poco del inmenso dolor de su pérdida. 

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