miércoles, 1 de febrero de 2017

MATERNIDADES

  Madre tigre, madre helicóptero, malamadre, madre medusa...quince años como miembro de pleno derecho de este gremio y no soy capaz de ubicarme. Analizando cada una de ellas, descubro que tengo mucho de malamadre, nada de madre tigre y un poco de madre medusa. He sido muy madre aspiradora, que parece ser que es la que se alimenta de lo que dejan sus hijos, pero actualmente moriría de inanición, pues mis retoños ingieren cantidades nada despreciables de comida de las que no dejan ni las migas. Yo es que en esto, aunque me ha gustado leer y documentarme como a la que más, e intento mantener unas pautas ajustadas al tipo de madre que quiero ser, al final y llegado el caso, suelo actuar por instinto e improvisación. Según me sale.

   Me encuentro hoy con la última polémica en materia de maternidad: el recién publicado libro de una famosa periodista sobre el tema. En la entrevista que he leído, ella, madre reciente de dos niños, dice entre otras cosas que con los hijos pierdes calidad de vida. De entrada, así de sopetón, en frío, con sus dormitorios recogidos modo their way (aceptando el montón como nueva forma de almacenamiento de ropa), con los últimos boletines de notas aún calientes, los recibos de la academia de recuperación a punto de vencimiento y el frigorífico cual parcela deshabitada por segunda vez esta semana, me ha parecido una verdad verdadera. En una segunda reflexión más pausada, he discrepado un poco. Porque es de cajón que pierdes muchas cosas: libertad, tranquilidad, sueño, vida social...y las mejores cosas que ganas son poco mesurables, incluso algunas no dejan de ser una apuesta a largo plazo, que vete a saber si estarás presente para recoger los beneficios. Tampoco creo en la idea ahora extendida de que lleguemos a la maternidad engañadas, como ella afirma, como si hubiera un pacto social por ocultar LA VERDAD y evitar así un descenso radical en la natalidad del universo. Antes de nacer mis hijos yo ya tenía varios sobrinos entre los que podías encontrar de todo: los que no comían, los que no dormían, los que no comían ni dormían, los que lloraban siempre, los que lo hacían todo y además bien... La presión social por parir como fin único tras el matrimonio la vivieron nuestras madres, y cumplieron como se esperaba, de ahí ese alto índice de familias numerosas. En ese sentido, yo no me sentí especialmente apremiada. Tampoco idealicé ese momento esperando escuchar violines cada vez que mi hijo y yo entrásemos en contacto visual, pero aún así, nunca es lo que esperas, ni lo que imaginas, no es lo mismo contado que vivido, o que sufrido, ya que jamás estás preparado para esas noches interminables convertido en zombie por la falta de sueño, cargando un bebé en estado de enajenación pasillo arriba pasillo abajo, haciendo más kilómetros que en el Tour de Francia, fantaseando con que alguien venga, quién sea, a llevárselo durante unas horas, o para esa duda existencial a las cuatro de la mañana sobre si lo sensato es esperar a que amanezca o si debo salir ya pitando a urgencias, o para contar hasta veinte para no responder a la enésima bravata de tu adolescente como realmente te pide el cuerpo y hacerlo según una madre coherente con el sistema educativo que pretendes seguir. Recalco el pretendes.

   Sé que hay madres que se están atreviendo a dar un paso más y a admitir públicamente su arrepentimiento con respecto a la maternidad. No lo critico,  uno no es del todo dueño de sus sentimientos. A veces quieres querer y no te sale, quieres disfrutar y no puedes. No he leído de ninguna que reniegue de sus hijos, que quiera quitárselos de en medio una vez instalados en su vida, pero sí hablan de ese momento, años atrás, en el que dieron con ilusión y algo de desconocimiento un paso que cambió tanto sus vidas que hubieran preferido no darlo. Así de simple y así de sincero.

   Me he encontrado pocos casos de padres arrepentidos y en ninguno de ellos la causa era esta supuesta falta de calidad de vida, ni la dificultad de conciliar o la imposibilidad de recuperar después el terreno y el tiempo perdidos laboralmente. De todo esto nos quejamos todas en mayor o menor medida y esto sería un tema para otro debate (necesidad de un cambio social, de engrasar mejor el sistema laboral, de generar un debate sobre las prioridades y la gestión del tiempo en las empresas, de la falta de flexibilidad... ). Los casos de los que hablo se deben todos a dos causas: los primeros, padres a los que el comportamiento de los hijos ha hecho sufrir hasta no poder más y los segundos, padres cuyos hijos no han conseguido ser felices. En cualquier otro supuesto no recuerdo ninguna frase tipo en qué hora yo, cómo se me ocurriría a mí.., ni por graves enfermedades de los hijos, ni por temas más frívolos como perderse viajes o salidas sociales, ni por tener que dejar pasar una importante oportunidad de trabajo. En las dos situaciones comprendo muy bien la frustración de los padres que se sienten fracasados en eso, la pena inmensa de comprobar que no ha merecido la pena.

   Yo también pongo todo mi empeño en que sean felices; no quiero decir que busco que no sufran, ya lo han hecho y lo harán más, ni que mi deseo sea privarles de desengaños, yo lo que quiero es que encuentren su lugar en el mundo, que se sientan parte del rincón donde viven, queridos, necesitados, que sepan a qué quieren dedicar sus esfuerzos, aunque cambien diez veces de opinión, que no tengan miedo de volver a empezar, quiero que tengan ilusión por conocer, por aprender,  que confíen en su futuro, aunque parezca que viene gris y tormentoso. Y mira que se me hace ardua algunos días la tarea, bregando con dos almacenes de hormonas que tan pronto me abrazan por sorpresa como me miran como si fuera una extraterrestre recién llegada de Raticulín hablando otro idioma, o me frustra la lucha interminable por evitar que sus móviles se conviertan en un apéndice de su mano derecha, o me crispa su enésima provocación de averquiénpuedemás... Nada, ni aún así encuentro dentro de mí ni un poquito de arrepentimiento.