miércoles, 29 de marzo de 2017

ME FALTA UN VERANO (O DEL INSOMNIO IMPRODUCTIVO III)

    Anoche, el virus que me andaba rondando pudo conmigo y me impidió respirar con la normalidad que uno requiere para el buen dormir. Como consecuencia, empecé a temerme varios días a medio gas, lo normal para un catarro de mediana intensidad, y esto se tradujo en un aumento de mi intranquilidad y de mis dificultades para conciliar el sueño. Como si fuera una traición de mi cuerpo: ahora no me puedes fallar, con la de cosas que tengo que hacer.  Esta mañana, adormilada y, efectivamente, con escasas energías para cualquiera de las actividades que tenía pensadas, intento convencerme de que casi todo es aplazable, de que no pasa nada por parar un poco hasta alcanzar unos límites de energía razonables

 Observo a esos amigos que disfrutan siempre con su vida, la que tienen, la que han ido tejiendo con tesón, eligiendo madejas y texturas hasta conformar una especie de abrigo protector que les acoge sin pedir nada a cambio; que les  permite parar sin pesadumbre cuando la vida lo requiere, disfrutar de los pequeños placeres cotidianos y no ambicionar nada que no tengan; que gozan de las tardes de manta, libro y buena compañía como si de un regalo se tratara, un privilegio, porque en realidad lo es; que parecen haber completado su propio crucigrama  y no necesitan buscar nuevos pasatiempos; que ya tienen las respuestas que necesitaban y no les nace hacerse preguntas nuevas; que son capaces de saborear lo que han vivido, sin sentir la ansiedad de lo que les queda por vivir, dejando simplemente que la vida les sorprenda y les traiga regalos a su puerta; los que trabajan, y a veces mucho, por enriquecer el lugar que ya ocupan, o por alcanzar algún destino no muy lejos del centro de su universo.

   Yo no sé llevar una vida así de apacible. Sí a temporadas, pero siempre vuelve la inquietud por cambiar, el temor a dejar de hacer algo para lo que mañana puede ser tarde, el miedo a la monotonía, la intensidad para lo bueno y lo malo, por aprovechar el tiempo, el ansia de vivir. Todo esto me conduce a la búsqueda nuevos estímulos, a la multitarea, enriquecedora  a veces, pero que enreda mucho el día a día, una manera tonta de complicarme la vida. Puedo disfrutar de alguna tarde de sofá, claro que me gusta, o de tres perezosos días de playa, siempre que al día siguiente me espere la promesa de una nueva experiencia. Que si hoy he saboreado un lento desayuno en soledad, pueda encontrar en algún momento del día un poco de música alrededor, incluso de ruido, de comprobar que si he currado mucho sin llegar a buen puerto, mi premio son las escalas del camino y los viajeros encontrados. Hablo de querer dar sentido a cada minuto, de la necesidad de justificar cada paso dado, del hambre por ver todo cuando llegas a una nueva ciudad y de la frustración cuando algo se te escapa de las manos, de buscar la torre más alta para comerte lo que de nuevo se te ofrece, de descubrir a un nuevo escritor y querer leer todo lo suyo, o de la fatalidad de encontrarme un pequeño escalón roto y, en lugar de sortearlo sin más y olvidarlo, pensar que se vendrá abajo toda la escalera.

   Creo en la cultura del esfuerzo y se lo cuento a mis hijos, insistente y pesada, como parte necesaria de una trayectoria de vida, pero me consta que tras el trabajo constante no siempre te espera la justa recompensa y que con frecuencia lo mejor te está esperando en la esquina por la que no tenías planeado pasar, en el barco que iba a zarpar sin ti, en el bar donde te resguardaste de esa lluvia repentina, o en un reencuentro azaroso  con alguien a quien habías perdido la pista. Por eso quizá mi afán por moverme, probar,  indagar, aventurarme, perderme por otras calles, vivir alerta, con un radar encendido que me avise de hacia dónde puedo dirigir mis pasos para que un buen día, un día normal, tenga la oportunidad de convertirse en un día extraordinario e inolvidable. Y, como decía Serrat, aprovecharlo o que pase de largo depende solo de mi. No sé si compensa, imagino mucho más fácil navegar siempre por un mar tranquilo que pasar de la calma chicha a la tormenta, de la tormenta al más esplendoroso día  y otra vez vuelta a empezar, pero no sé ser de otra manera.

    Vivo con la certeza de que la vida no espera, de que un día perdido es un día que no vuelve, de que, en mi haber, me faltan algunos días a los que no supe interpretar bien. Sería fantástico apagar el radar y caminar largos trayectos con la conciencia de que lo que tengo es suficiente y valioso, saber vivir sin ser una candidata perpetua a unas sesiones de mindfulness ( lo tengo pendiente). Mientras, continúo buscando el valor a cada  piedra del camino, para no volver a sentir que unos días pasaron sin dejar huella, para que nunca más me falte ese verano, ni ningún domingo, ni mucho menos una primavera. Aunque a lo mejor todas estas tonterías solo son producto de la fiebre, quién sabe.