EL ENCANTADOR DE PALOMAS
Mi trabajo de escritor me condena a
estar largas horas en mi mesa de trabajo, por eso decidí colocarla frente a la
ventana, para poder ver el mundo a través de ella. De hecho, apenas necesito
consultar el reloj para marcar mi rutina cotidiana: la subida o bajada de los
ruidosos cierres metálicos de los comercios de la plaza, los niños camino del
colegio, las furgonetas de reparto de mercancías... Todo esto estructura mis
tiempos y me hace sentir parte del pulso de mi barrio. Me gusta madrugar y son esas primeras horas de la mañana las
más fértiles para mí. Me nutro de esta vida tranquila y rutinaria, en una calle
de esas en las que nunca pasa nada y a la vez ocurre todo y consigo digerir ese
sosiego y transformarlo en historias sugerentes que alimenten un poco la vida
de otros.
Solíamos
incorporarnos al mismo tiempo a nuestra ocupación: yo a mi mesa, con una taza
de café en la mano. Él llegaba cargado con bolsas y se sentaba despacio, como
si tuviera que utilizar toda su energía para conseguir doblar sus gastadas
articulaciones, en el banco más cercano a mi casa, uno pequeño, oculto a medias
por una gran fuente, demasiado ostentosa para tan humilde parque y dispuesto en
un ángulo perfecto para la observación
pasiva desde mi ventana. Me había llamado la atención desde días antes la
cantidad de pájaros que volaban delante de mis ojos cada amanecer. Aunque
supongo que él estaba allí antes que yo y mucho antes que el parque y su
fuente, una mañana abrí mi ventana y lo encontré allí, en su banco. Las palomas
lo habían rodeado, acudían a su muda llamada
mientras él vaciaba esas bolsas de plástico a su alrededor: pequeños mendrugos
de pan que adivinaba duros, resecos, recogidos por el barrio, pedidos a
vecinos, recolectados en bares,
convirtiendo en un pequeño tesoro las sobras sin valor de tanta gente.
Era viejo y muy delgado, vestía
siempre un ajado gabán de color indefinido, en invierno y en verano, demasiado
grande para su cuerpo de hoy pero que un día debió encajar bien en una figura
entonces más redonda, más definida. El pelo y la barba aseados, pero escasos y
mal cortados, con aspecto de descuidada limpieza. Llegaba con pasos cortos y
rápidos, impacientes, arrastrando los pies y las bolsas, serio y concentrado en
su tarea, en su obligación. Las palomas
empezaban a aparecer como de la nada, volando con parsimonia y ocupando un
lugar que les parecía estar reservado, ejecutando una coreografía ya sabida. Él
empezaba a repartir los trozos de pan a su alrededor, premiándolas por venir,
mientras movía los labios, presiento que susurrando palabras de amor. El ritual
duraba un par de horas, no más. Las palomas, saciadas, marchaban diciendo adiós
en su vuelo y él recogía las bolsas, ya vacías, quizá para empezar su itinerario
recolector y tener preparado para el día siguiente, a primera hora, el pan de cada
día.
Pocas veces faltaba él o quebrantaba
yo nuestra cita y por eso se me hizo extraño no verlo en varios días. Mis
mañanas transcurrían largas, y las palomas vagaban sin rumbo, como perdidas. En
una ocasión yo mismo bajé algo de pan y me senté en el banco, pero los pájaros,
desconfiados, revoloteaban a mi alrededor y picoteaban las migas sin decidir
posarse.
Un par de semanas más tarde, para mi
sorpresa, una mujer muy mayor vestida con el mismo gabán oscuro ocupó su
puesto. Las bolsas eran las mismas, aunque a ella parecían resultarle más pesadas. Se
sentó en el banco y esparció el alimento por el suelo, como hacía él. El
escenario era idéntico y el decorado también, pero no el actor principal. Las
palomas parecieron dudar durante largos minutos y volaban cerca, como
estudiando a la mujer desconocida, quizá esperando algo, una señal que las
hiciera confiar. Al fin, una de las aves se posó en el banco y empezó a comer.
Poco a poco los pájaros llegaron y
devolvieron a mis días su equilibrio, su compás.
Mis mañanas volvieron a estar
acompañadas de vuelos y mejoré mi ritmo de trabajo. Cada día acudían más
palomas al encuentro con la nueva maga
de los pájaros. A juzgar por la afluencia de comensales, su contenido también
debía ser suculento. La dama del gabán, intuí, era la compañera del encantador
de palomas y algo, la enfermedad o la muerte, le impedía a él continuar con su
trabajo. Ella, con lealtad y diligencia, aunque sin entusiasmo, cumplía la
misión encomendada. Nunca movió sus labios para susurrar nada, ni dejó adivinar
ningún sentimiento por ellas; en cambio, supuse que había encontrado algo, una
receta, un caldo con el que mezclar el pan, que atraía más si cabe a las
palomas, a los pájaros en general, pues gorriones, mirlos y hasta algún cuervo
llegaban temprano para degustar el
alimento con el que empezar el día.
Una mañana el barrio amaneció
convulso. Desde mi ventana, observé el banco vacío y escuché coches de policía
y vecinos que hacían corrillo. Recibí una llamada de alguien cercano, que me
hizo algún irónico comentario sobre la engañosa tranquilidad de mi barrio y el
peligro de confiar en tiernas ancianitas, a la vez que me apremiaba a encender
el televisor.
La noticia tenía todos los
ingredientes para conmocionar al país: vecinos que avisan por el hedor que sale
de una vivienda, policía que revienta la puerta para entrar y aparición de un
cadáver con indicios de haber sido mutilado. Detención de la viuda, sospechosa
de los daños infligidos al cadáver pues, al parecer, todo apunta a que el
fallecimiento se debió a muerte natural. Se espera, informa el periodista, al
interrogatorio para conocer las causas que llevaron a la anciana a conservar en
casa el cuerpo sin vida de su cónyuge y a la
inexplicable amputación de
algunas partes de su cuerpo. La policía rastrea los alrededores de la casa y
del barrio para encontrar, quizá enterrados, los trozos que faltan del
incompleto muerto.
Mi encantador de palomas, el amigo
fiel, comprometido con sus pájaros, no quiso ser pasto de los gusanos y con la
complicidad leal de su viuda, llevó su idilio hasta el final. Frente a mi
ventana, siento el mismo vacío que el que observo en el último banco del
parque, el que queda en parte oculto por la gran fuente y valoro ahora la
conveniencia de presentarme en la comisaría más cercana y contar toda la
historia o de guardarla para mí y recoger el testigo para, si ellas lo
permiten, seguir alimentando a esas palomas ahora carentes de pan y huérfanas
de amor.