HÁBITOS INCOMPATIBLES
Al principio no me extrañó su
comportamiento. Bueno, quizá un poco, pero pudo más el amor, o el deseo, o el
anhelo de compañía. Habituada a convivir con una familia un poco lunática pero respetuosa con los espacios, los silencios y las
excentricidades de cada uno, y admitiendo tener, por mi parte, algún que otro
hábito inusual, me resultó fácil hacer la vista gorda a los pequeños indicios de rarezas que se
fueron colando en nuestra cotidianidad.
Compartimos circunstancias de manera
plácida y sin sobresaltos. Plegándose él a mis costumbres, buscamos una casa
alejada del ruido urbano y cerca del campo, un lugar con jardín en el que la
naturaleza viva pudiera colarse en la casa, algo esencial para mí. Somos muy
distintos, y procuramos evitarnos durante el día, pero las noches compensan esas diferencias, y nos hacen felices.
No le gusta la carne poco hecha y dice
desaprobar el consumo de lácteos. Se alimenta principalmente de frutas y
verduras, y de vez en cuando, algo de pollo o pescado a la plancha, lo que le
mantiene extremadamente delgado y le da ese aspecto melancólico y soñador que
tanto me gusta. Es meticuloso y lento en la preparación de sus comidas: limpia,
trocea, cocina despacio. Es como un rito, me exaspera.
Vivimos
juntos desde hace tres meses. Tan lejanas a las suyas, mis rutinas alimentarias
le molestan, y hasta a veces creo que le repugnan, acostumbrado a ingerir hasta
el aburrimiento, día tras día, hojas verdes y frutos carnosos. Soy desordenada
en mis horarios y él evita estar
presente en mis comidas, como yo en las suyas. El hecho de ser tan distintos
nos aísla de nuestros respectivos mundos. Ha empezado a cultivar un huerto: le
relaja. Le he propuesto criar algún animal, preparar una pequeña granja: sería
bueno para los dos, pero él rechaza la idea de manera categórica.
Mi familia le acepta con reservas:
desde que vivimos juntos, mi relación con ellos es distante. Le he invitado sin
éxito en repetidas ocasiones a probar cosas nuevas, haciendo hincapié en la
falta de proteínas de su dieta (en su defensa, he de decir que en otros ámbitos
de nuestra vida en común sí se muestra receptivo a los cambios y hasta muestra
una estimulante imaginación), y en el importante ahorro económico que supondría
para la economía doméstica el hecho de compartir (además de colchón) mesa y
menú, algo que, en un contable como él, creí que sería un argumento de peso. De
momento, se mantiene fiel a sus semillas, sus tomates ecológicos y a sus zumos vitamínicos. Es una obsesión.
Ya le he avisado de mi necesidad de
cambiar de casa con frecuencia. Confío en que lo entienda y me acompañe. En el
vecindario comienzo a notar las miradas torvas y desconfiadas que reconozco
como final de un ciclo. Gatos, pájaros, lagartijas… apenas entran ya en la
casa, pese a vivir en un hogar de puertas abiertas. Sólo me quedan los
insectos, bastante pobres e insípidos. Las lombrices, siempre a mano en caso de
necesidad, no me acaban de convencer: saben demasiado a campo, a tierra, a hojas verdes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario