Mientras me maquillo, observo mi
rostro en el espejo y compruebo con sorpresa cómo mis rasgos me recuerdan a los de mi madre. Me hago mayor y, a pesar de los cuidados, encuentro frente a mí una
versión un poco desdibujada de mi cara, como si fuera en realidad una máscara de cera que
se empieza a derretir. En la frente, esas finas arrugas
horizontales que trato de tapar con un flequillo fijado con laca. Los ojos
verdes, como ella, pero sin su mirada tierna y envolvente, y enmarcados por unas bolsas amoratadas que mi madre nunca tuvo y que ahora mismo trato de disimular con un corrector. Los labios
finos, siempre cuidadosamente perfilados para tratar de hacerlos parecer más
gruesos. Ha llegado ahora el momento, mi momento. Hay que priorizar, decías tú,
ocuparte de lo que no puede retrasarse y no perder ni un segundo en lo que no
tiene solución. Ahora no puedo contestar al teléfono ni distraerme. Desde
siempre esta filosofía de vida me ha creado fama de egoísta, de difícil. No es
más que una cuestión de claridad de ideas: lo que importa y lo que no importa,
lo que urge y lo que no urge, lo que puede cambiar tu vida y lo que apenas te
dejará huella
El día a día está lleno de ocasiones
que pueden hacer tambalear tus principios, sacarte de tu camino, hacerte perder
el rumbo con distracciones baldías. No son más que contratiempos que hay que
sortear, arriesgándonos a pagar un precio por eso, con la seguridad de que la
recompensa final será mayor. Tanta seguridad provoca envidias, bien lo sé. Eso
me lo explicaste bien siendo muy niña: ten claros tus objetivos y no cometas el
error de ser débil, no hay más remedio que dejar cadáveres en el camino. El fin
justifica los medios casi siempre, y aunque nunca debes traspasar el límite de
lo legal, en ocasiones deberás acercarte a lo inmoral. Hacerte grande
empequeñeciendo a otros a la vista de los demás, correr más rápido poniendo
trampas en el camino de tus rivales, subir más alto utilizando energía ajena. Creo que he sido lista, pocas veces
han podido demostrar mis manejos. Así, he ido alcanzando objetivos, obteniendo pequeños éxitos primero, triunfando en grandes batallas después. Nunca
me paro en lo que no tiene vuelta atrás; aunque me duela, no pierdo el tiempo en lo irreversible.
Tú viste en mí la fuerza y la
determinación que no tenían mis hermanos, pero también la admiración sin
límites que te aseguraba el control de mi voluntad. Supiste que yo sí llegaría
a donde me propusiera, o mejor dicho, a dónde tú te propusieras. Hay mucho
trabajo detrás, muchos años de sacrificio, de estudio, de dedicación y
de soledad para ser la primera. No me resulta fácil recordar mis
años de colegio, el escrutinio minucioso después de cada examen, de cada trabajo. El interrogatorio para comprobar que nadie había sido superior a mí. Las eternas
comparaciones, la sensación de estar siempre alerta, de no poder perder el
tiempo en juegos y bromas, el dolor causado por la indiferencia de unos, el
desprecio de otros y la obligación de rechazar las escasas solicitudes de
amistad de unos pocos. No creas en las alianzas, decías, cada uno lucha por sí
mismo. El aprender también a mentirte, a saber que la sinceridad contigo sólo
me traería problemas, a disfrazar mi realidad para convertirla en la tuya y ser
así digna de ti, de tus halagos, de tu orgullo, de tu amor. De camino a casa, me paraba frente al escaparate de una pequeña librería, a pocos metros
de nuestro portal. Ensayaba muecas, gestos. Recuperaba mi papel de hija
perfecta, dueña de mi vida, cubriendo con una capa de arrogancia desmedida mi
inmensa soledad, el infinito desamparo en el que vivía fuera de tus ojos, donde
no era más que una niña lista, distante y perdida. Frente al cristal, practicaba
mi discurso de triunfadora, haciendo crecer mis éxitos, salpicándolos de
malvadas pinceladas que dibujaban de forma grotesca a otros compañeros más
débiles. Era lo que tú querías oír. Me moldeaste a tu antojo, sabiendo
que era la única que te apoyaría siempre. Conocía tus planes antes que nadie y admiraba tu encanto, tu personalidad engañosa y embaucadora
que a todos hipnotizaba. Pero yo sabía la verdad, la falsedad de esas fiestas y
esos halagos, las segundas intenciones de cada uno de tus guiños. En algún momento quise escapar de
todo esto, pero eras lo único que me quedaba, y fui cobarde. Me plegué a tus
planes y me convertí en ti. No debo demorarme ahora.
Es mi gran día, todos me esperan, por fin el justo reconocimiento a nuestro trabajo, el galardón anhelado, la guinda del pastel.
El teléfono suena impertinente. Desde tu casa, desde los números de mis hermanos, desde la
recepción del hotel. Sonó mientras me duchaba y suena mientras elijo
minuciosamente mi atuendo, vestida para triunfar, que dirías tú. Sigue sonando sin tregua en mi cabeza, aunque lo desconecté hace horas. La gravedad de tu estado presagiaba ayer un inminente e inoportuno final. Pero no dejaré que nada me
distraiga. No me necesitas, no puedo hacer nada por ti, es solo una cuestión de prioridades.