martes, 21 de febrero de 2017

LA HERENCIA


  Tras muchos años de vida poco convencional, quiso mi padre dar a su muerte un toque de formalidad y, para nuestra sorpresa, dejó escritas sus últimas voluntades. Nuestra relación con él distaba mucho de ser cordial y se limitaba a unas breves visitas que le hacíamos, por turnos y muy espaciadas, para asegurarnos de que seguía en este mundo. En esos casos nos recibía con cierta sorna, mis hijos queridos, y tras proferir algún que otro desatino, nos invitaba a abandonar su propiedad con premura. Nunca quiso ser padre, fue algo circunstancial a lo que se dejó llevar y de lo que escapó en cuanto supo cómo. Su albacea, un letrado gris y eficaz, nos convocó a los cuatro hermanos a su despacho a una hora temprana. Una vez sentados alrededor de una gran mesa redonda, solemne, de madera maciza, leyó con voz firme el reparto de sus bienes.  A Pablo, mi primogénito, pilar de la familia, guardián de nuestro honor, le cedo la casa, con el compromiso de mantenerla en buen estado y la responsabilidad de conservarla para las siguientes generaciones; a Marina, mi niña caprichosa, le regalo las joyas de mamá, para que las disfrute junto a sus hijas y preserve intacto, como merece, lo poco que guardo de vuestra madre; a Ernesto, por su apego a los bienes terrenales, le corresponde la hacienda, la superficie cultivable, que debe ser trabajada para dar fruto cada temporada; y a Noel, mi pequeño ilustrado, por su inagotable afán de conocimiento y su incansable empeño en mejorar mi vulgar lenguaje, por su ansia de saber y exponer su alto nivel intelectual, le cedo mi biblioteca, mi mayor tesoro. Considero un acierto el reparto, apostilló el albacea visiblemente emocionado. Viejo cabrón, masculló mi hermano.  
     
   Los pendientes de perlas de mamá permanecen en un pequeño joyero, a la espera de una necesaria reparación, consistente en engarzar nuevas perlas, ausentes en el momento de la entrega. Las macetas de Ernesto encontraron su lugar en la terraza soleada de su casa, y llenas por primera vez de tierra fértil, quizá den flores y frutos la próxima primavera. La caravana de Pablo, tras alguna reforma y la reconstrucción de su destartalado techo, ya sirve de lugar de juegos a sus hijos. Y mi libro, un ejemplar antiguo del Selecciones del Reader's Digest, algo maltrecho e incompleto, duerme en mi mesilla de noche hasta que encuentre la ubicación perfecta para que no pierda la condición de pieza única que le dio mi padre. Que en paz descanse.