Tras muchos años de vida poco convencional, quiso mi padre dar a su
muerte un toque de formalidad y, para nuestra sorpresa, dejó escritas sus
últimas voluntades. Nuestra relación con él distaba mucho de ser cordial y
se limitaba a unas breves visitas que le hacíamos, por turnos y muy espaciadas,
para asegurarnos de que seguía en este mundo. En esos casos nos recibía con
cierta sorna, mis hijos queridos, y tras proferir algún que otro desatino, nos
invitaba a abandonar su propiedad con premura. Nunca quiso ser padre, fue
algo circunstancial a lo que se dejó llevar y de lo que escapó en cuanto
supo cómo. Su albacea, un letrado gris y eficaz, nos convocó a los cuatro hermanos
a su despacho a una hora temprana. Una vez sentados alrededor de una gran mesa
redonda, solemne, de madera maciza, leyó con voz firme el reparto de sus
bienes. A
Pablo, mi primogénito, pilar de la familia, guardián de nuestro honor, le
cedo la casa, con el compromiso de mantenerla en buen estado y la
responsabilidad de conservarla para las siguientes generaciones; a Marina, mi
niña caprichosa, le regalo las joyas de mamá, para que las disfrute junto
a sus hijas y preserve intacto, como merece, lo poco que guardo de vuestra
madre; a Ernesto, por su apego a los bienes terrenales, le corresponde
la hacienda, la superficie cultivable, que debe ser trabajada para dar fruto
cada temporada; y a Noel, mi pequeño ilustrado, por su inagotable afán de
conocimiento y su incansable empeño en mejorar mi vulgar lenguaje, por su
ansia de saber y exponer su alto nivel intelectual, le cedo mi biblioteca,
mi mayor tesoro. Considero un acierto el reparto, apostilló el albacea visiblemente
emocionado. Viejo cabrón, masculló mi hermano.
Los pendientes de perlas de mamá permanecen en un pequeño
joyero, a la espera de una necesaria reparación, consistente en engarzar nuevas
perlas, ausentes en el momento de la entrega. Las macetas de Ernesto
encontraron su lugar en la terraza soleada de su casa, y llenas por primera vez
de tierra fértil, quizá den flores y frutos la próxima primavera. La caravana
de Pablo, tras alguna reforma y la reconstrucción de su destartalado techo, ya
sirve de lugar de juegos a sus hijos. Y mi libro, un ejemplar antiguo del
Selecciones del Reader's Digest, algo maltrecho e incompleto, duerme en mi
mesilla de noche hasta que encuentre la ubicación perfecta para que no pierda
la condición de pieza única que le dio mi padre. Que en paz descanse.