sábado, 29 de julio de 2017

DE LA GENTE PERFECTA

   Hace unos días leí que, al cumplir la mayoría de edad, una famosísima "hija de" había recibido como regalo de cumpleaños envenenado una numerosa cantidad de mensajes, no precisamente de felicitación. No quiero repetir los pocos que recuerdo, pero, si me imagino a mí misma con dieciocho años, solo con un puñadito de ellos mi yo adolescente hubiera sufrido un daño difícil de reparar. Qué digo a su edad: hoy en día, mi frágil autoestima, por suerte bastante bien apuntalada por el amor y la confianza de los que me rodean, se derrumbaría sin remedio si tuviera que leer unos pocos mensajes destacando, sin conocerme, lo feísima que les parezco y la suerte que tenían hasta entonces de no haberme visto la cara. 

   Por lo que deduzco, hay bastante más gente de la que imagino que, dotados por la naturaleza de un sinfín de virtudes entre las que destacaría inteligencia, belleza, educación y sabiduría suprema en todo tipo de artes y ciencias,  no pueden rebajarse a hacer un sencillo ejercicio de empatía como ponerse en el lugar del otro, porque nunca han estado en la otra orilla. Deben haber vivido siempre en el lado de los privilegiados, los que no conocen el dolor de sentirse inseguros o acomplejados, instalados en el sector de los siempre admirados, sin fisuras, esos que pueden mirar por encima del hombro a los demás, porque se saben siempre en un escalón superior, elegidos para labores más elevadas. Son de los que convierten en estilismo a la última cualquier trapillo que se pongan, de los ocurrentes que no tienen que reír las gracias a nadie porque siempre tienen la respuesta más ingeniosa en el momento justo. Supongo que no saben lo que es dudar de si estarás a la altura con tus opiniones, preguntarse si con esta ropa llamarás demasiado la atención o pasarás lo suficientemente desapercibido, querer ser más alto o más delgado o con la nariz más pequeña. Son perfectos. Solo así se explica que sean capaces de disparar palabras y tirar a matar sin que les tiemble el pulso.

   Pensándolo bien, yo tampoco me relaciono con gente fea, a no ser que no tenga más remedio. No los elijo para entrar en mi vida, porque también prefiero a la gente bonita. Tengo y he tenido amigos, familia, vecinos, compañeros  a los que he ido incorporando al mundo de mis afectos por su belleza, lo confieso. Entre ellos cuento con gente gorda y delgada, calva y con maravillosas melenas, con las orejas de soplillo o pequeñitas, la nariz aguileña o respingona, los ojos oscuros o de un azul transparente, las piernas cortas o larguísimas, poca barbilla, cara de ángel, rodillas huesudas. Los hay seguros de sí mismos, atrevidos y los tengo tímidos, de esos que a veces se encogen y se esfuerzan por desaparecer. Son guapos e imperfectos y es muy probable que, a poco que rasque, descubra que todos ellos tienen alguna inseguridad, un flanco débil o algún complejo que luchen por superar o aceptar.

   De los feos, de los que se burlan de los demás, acosan, ridiculizan, se mofan y hacen alarde de ello en los bares, o en las redes sociales,  nunca he querido saber nada. No son de mi barrio, de mi orilla , de mi bando. No los entiendo, no hablo su idioma y ellos nunca se esforzarán por hablar el mío.