lunes, 5 de junio de 2017

REGRESO A BERLÍN (Vera B. Carleton).





   La idea de este libro nace en un viaje de la escritora a la Alemania de los años cincuenta. Vera B. visita este país acompañando a una amiga fotógrafa que vivía es EEUU desde que se exilió de Berlín en los años treinta, en la época en la que Hitler era ya una amenaza real. Creo que es fácil adjudicar a su amiga gran parte de las sensaciones y miedos que durante el relato forman parte de la personalidad de uno de los personajes protagonistas, y a ella, probablemente, como testigo directo de ese reencuentro, las impresiones que transmite la narradora.

    Una periodista norteamericana conoce durante un viaje en barco a una pareja inglesa: ella, Nora, parece siempre preocupada por él, Eric, un hombre con apariencia de atormentado, emocionalmente inestable y un poco misterioso. Una conversación con un hombre de negocios alemán un tanto cargante provoca una reacción imprevista en Eric, y a  partir de ese momento, comienza a tener sentido su amargura, a explicarse su presente a través de la reconstrucción de su pasado .

   Eric no es inglés nativo, es un alemán que escapó de Berlín huyendo de la amenaza nazi. Desde que se marchó, no quiso volver a pisar su país y apenas supo nada de su familia, ni siquiera si quedaba algún pariente vivo residiendo en Alemania, ya que muchos marcharon a Israel, a Francia, a Inglaterra. Durante estos años, puso todo su empeño en borrar todo rastro de su pasado  y nunca hizo nada por investigar qué había sido de ellos. Guarda también una nada despreciable lista de rencores y reproches hacia casi todos, la gente que un día estuvo muy cerca de él, y que, de una u otra  manera, él siente que le fallaron. Desde el momento en que Eric descubre ante todos su origen, comienza a obsesionarse con sus recuerdos y su identidad.

   Aunque Eric había jurado que nunca volvería  a Alemania, la periodista propone a la pareja pasar unos días en Berlín, visitar la ciudad y, quizás, intentar buscar a parte de su familia. Èl, para sorpresa de ellas, acepta. El regreso a Berlín le produce una conmoción: reconoce su ciudad en esos barrios en parte aún en ruinas y en parte renovados, pero de una manera que sobrecoge: hace una estremecedora comparación entre sus sensaciones durante los paseos por la ciudad y las que podría tener en la morgue, tratando de reconocer a una madre muerta y mutilada. Al igual que va descubriendo las calles y los edificios de su infancia en pequeños detalles que aparecen entre la desolación de los barrios demolidos, tendría que recurrir a pequeñas pistas (un anillo, trozos de un vestido, mechones de pelo), para poder asegurar que ese amasijo destrozado es esa madre a la que adoraba. 

   A partir de ahí, comienza el viaje emocional: el regreso a casa, el reencuentro con familiares y amigos y la terrible aceptación de que su verdad no es única y además no es del todo inocente. Que sus recuerdos son a veces mentirosos, sesgados e incompletos. Que juzgó  y condenó sin opción a una defensa, Que causó un dolor inmenso en gente que lo quería y que incluso arriesgaron su vida para facilitar su huida. Que se borró del pasado de los demás, prescindió de ellos sin echar la vista atrás, y en el camino dejó víctimas, hasta el punto de que su fuga imprevisible tuvo la terrible consecuencia de dejar a un amigo indefenso frente a la Gestapo, un amigo que pagó su error en un campo de concentración. Me parece muy interesante esta reflexión, la realidad de que todos vivimos fieles a nuestras certezas, que durante años o a veces durante toda nuestra vida, conservamos heridas, quejas, que con el paso del tiempo se convierten en verdades inmutables sin que en ocasiones lleguemos a saber la otra cara, el otro punto de vista, muchas veces muy poco condescendiente con nuestros errores y desmemorias.

   Es importante además la reflexión sobre lo que supuso el renacer de Alemania tras la guerra, ese miedo al "espíritu alemán", ese poso que quedó en los nazis de corazón, aquellos que, ni siquiera pasados tantos años lamentaban la guerra, solo el hecho de haberla perdido, que aún vivían esperanzados en ese resurgir, sin haber llegado nunca a sentir arrepentimiento por lo que ocurrió, que se creían superiores y seguros de que el futuro les devolvería al lugar preferente que les correspondía. Comprender que la gente de bien, las víctimas de los nazis, convivían con una enorme cantidad de habitantes que rechazaba  haber tenido su parte de responsabilidad, ya sea como colaboradores entregados o simplemente con su pasividad y su mirar para otro lado. Compatriotas que defendían fríamente no haber sido conscientes de lo que pasaba, aunque el horror viviera  a pocos kilómetros de su apacible hogar, en un campo de concentración instalado detrás del bosque que veían desde su ventana.

 La imagen de una mujer reconociendo a su verdugo en el autobús, viviendo feliz y legitimado, sin miedo a nada, me parece muy representativa de la difícil realidad que debieron vivir las víctimas en esos supuestos años de paz y reconstrucción. Algunos pronazis ocuparon otra vez su lugar en la sociedad, enterrando su culpa sobre capas de justificaciones como la lealtad a la patria, la obligación de obedecer a un superior, el desconocimiento de la realidad, o el aparente convencimiento de que no podrían haber hecho otra cosa para sobrevivir. Otros, las víctimas que volvieron del infierno, nunca más volvieron a dormir tranquilos,