Su
aliento me quema de tan cercano y me parece imposible que él no perciba el mío. Escondida, me abrazo con fuerza las piernas, haciendo de mí una suerte de ovillo apretado para tratar de controlar los temblores que
amenazan con delatarme. Mis lágrimas, sin embargo, caen mansas, y se
deslizan hasta perderse en mi
cuello o acabar en mi boca, siguiendo alguno de los numerosos senderos que
marcan mi rostro de forma invisible.
Como esperaba, aparece inquieto y
empieza a revolver mis cosas, a abrir cajones violentamente, buscando algún indicio que confirme sus sospechas o
alguna prueba que le devuelva la esperanza,
que desmienta lo que el día a día le dice a gritos. Apenas lo reconozco en este
hombre abatido y nervioso, que murmura palabras incomprensibles. Ya no te
quiero, le digo yo en silencio, déjame marchar, ya no te quiero. Agotado al
fin, me busca en el olor de esas telas que han estado en contacto con mi piel,
esa que tantas veces ha recorrido con sus manos, con su boca, de la que conoce
cada rincón, cada aspereza, cada secreto. Una vez más, vuelve a casa a solas,
para tenerme, para quererme, para soñarme aún suya, creyendo conjurar de esa
manera el desamor que invade cada rincón de esta casa. Aún sufro por verlo así, todavía me duele. No
falta mucho para que sea más fuerte mi infelicidad que la lástima, la rabia que el amor
domesticado, mis lágrimas que las suyas. Entonces, por fin, me marcharé lejos
de esta podredumbre del alma, lejos del frío.