He tratado de superarlo. Terapias,
hipnosis, acupuntura, medicación. Para otros, su caballo de batalla es la fobia
a hablar en público, a los espacios abiertos, a las arañas, a las alturas. Mi
miedo es a la hoja en blanco, al momento de enfrentarme al vacío del papel
limpio. Sé que si mantengo la calma es cuestión de tiempo: la solución termina
por llegar en forma de palabras, de letras ordenadas. Pero estos miedos no
responden a la razón, ni el pánico incontrolado, ni el sudor frío, ni los
temblores que padezco en el momento en
que decido que ha llegado la hora de sentarme en la silla para plasmar sobre el
lienzo mi obra, aquella idea que, ya madura, pide salir y hacerse tinta. Es un
papel de calidad extraordinaria, me dijeron cuando lo compré. Nadie me explicó
su rechazo a ser manchado, mancillado, su resistencia feroz a ser escrito. Es
cierto que una vez que consigo reducirlo y escribir la primera letra, queda
completamente dócil, entregado al suave trazo de mi pluma. Pero antes, debo
sufrir su rebeldía en forma de cortes en los dedos y neutralizar sus intentos
de introducir sus afiladas esquinas en mis ojos. Y puesto que las terapias no
han funcionado, me planteo una rendición. Cambiaré de papel, buscaré otro de
peor calidad, pero más seguro. Más manso.
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