martes, 18 de julio de 2017

DE LOS FALSOS RECUERDOS

   En uno de los primeros capítulos del libro que estoy leyendo, la autora reflexiona ( y avisa) sobre lo engañosos que pueden ser los recuerdos. Nos advierte de que, aunque su intención es escribir unas memorias fieles a la verdad sobre sus primeros años, no siempre coincide lo que ella vivió con lo que sus hermanos, compañeros inseparables en esa época, están seguros de haber vivido. Y sin embargo, en ninguno de ellos hay voluntad de falsear la realidad.

   Es tramposa, la memoria. Nos coloca a veces en primera fila de situaciones que no hemos podido vivir, en lugares a los que nadie recuerda habernos llevado, con gente cuya presencia era imposible por razón temporal o geográfica. Pero nuestro cerebro reproduce imágenes de esos momentos con la misma claridad con la que creemos recordar otros hechos más recientes.

   Yo recuerdo nítidamente haber ido al cine en una determinada fecha y con una compañía concreta, en Madrid, a ver una película ...dos años antes de que llegara a España. El largometraje en cuestión se estrenó a finales del 82, y yo lo vi, estoy segura, en la primavera del 80. Me veo en el cine, sé exactamente con quién iba, la edad que tenía y hasta creo recordar la ropa que llevaba puesta, tal es la precisión con la que evoco un falso recuerdo. Es probable que mezcle dos días: ese en el que vi otra película que no me dejó huella ninguna, y el otro, en el que por fin me llevaron al cine a conocer a un famoso extraterrestre. No sé, supongo que mi mente ha rellenado el hueco vacío (la peli que vi ) y completado ese puzzle con una pieza valiosa de otro, es decir, ha borrado lo que no tenía brillo y ha reconstruido una escena para que permanezca para siempre como un día inolvidable.

   De mi abuela materna guardo pocos recuerdos, pero conservo uno como una pequeña joya. Estoy en el pasillo de su casa, descalza y en pijama. Su habitación está al fondo a la derecha y su puerta está abierta. Ella y mi abuelo están incorporados en su cama, casi sentados, apoyados en almohadones blancos. Esta parte de mi recuerdo es un poco teatral, diría que está adornada, pues, si pongo empeño, casi puedo ver las puntillas de las almohadas rodeando la cabeza de mi abuela, enmarcando su pelo blanco tirando a violeta. Mi abuela me dice que me acerque, que voy a coger frío, y me mete en su cama, entre ellos dos, y allí, calentita, permanezco hasta que mi madre viene a buscarme para desayunar. Alguna vez he mencionado esa anécdota en casa, pero nadie la recuerda, lo cual no es raro: yo me sentí muy importante y protegida en ese momento, para los demás sería una mañana cualquiera. Lo que mi madre sí sabe con seguridad es que la casa de mi recuerdo no era la que tenían cuando yo era pequeña. Es más, cuando se mudaron a la casa del pasillo largo y el dormitorio al fondo a la derecha, mi abuela ya había fallecido. Debo haber solapado el recuerdo emocional con el decorado que más conozco, esa casa que he visitado durante muchos, muchos años.
 

   Es curioso cómo nos enreda la memoria a veces, como una misma situación puede ser recordada de diferente manera por dos personas distintas, cómo el paso del tiempo, las sensaciones, la diferencia de edad, la información que involuntariamente incorporamos al recuerdo... puede transformar un hecho común en dos tan dispares, e tal manera que alguien puede que lo recuerde como divertido y otro como amenazador. Creo que esto no funciona así con determinados momentos traumáticos que, desgraciadamente, se nos tatúan impidiéndonos deshacernos de ellos o, al menos, disfrazarlos de algo más amable. Además, entiendo que la falsedad de la memoria se puede convertir en un problema cuando de determinado testimonio dependa una decisión importante. Pero, en general, la memoria está adiestrada de manera que trabaje como un filtro,  un embellecedor, un antivirus, una empresa de limpieza, un maquillador, un filtro Clarendon, un photoshop, para que en la mayoría de los casos los recuerdos que permanecen para siempre sean más bonitos, más altos, más guapos y con mucho mejor color que la vida real

   Me pregunto cuántos de mis mejores recuerdos son mentirosos. Cuántos atesoro para mí sola sin compartir con nadie, quizá con el miedo de que, al contrastarlos, pierdan su luz, su presencia excepcional, su lugar preferente, y tenga que pasarlos, a escondidas y por la puerta de atrás, al cajón de los recuerdos banales, para no volver a sacarlos nunca jamás.

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