viernes, 10 de junio de 2016

PARADOJA DE ALGUNOS LIBROS TRISTES

   Una vez más, me he visto atrapada por un libro triste. Triste por contar el diario de Marie Curie, escrito en el primer año transcurrido tras la muerte de Pierre Curie. Triste porque es el relato de un doloroso duelo, y triste porque la autora, Rosa Montero, intercala vivencias de su propio duelo de viuda. No muchas, pequeñas píldoras de un dolor que solo a ella pertenece.

   Pero, como otras veces, este libro triste es un canto a la vida, al amor, a la ilusión, a la perseverancia en el trabajo, a la añoranza de las pequeñas cosas, de esas rutinas compartidas que se cosen a nuestras vidas para siempre. Es un grito de ese dolor tan profundo que solo sucede a una vida feliz, vivida de verdad, inesperadamente rota o incompleta, a ese vacío dejado por  alguien que era parte de tu día a día y que ya no está, ni lo estará nunca. Creo que estos libros tristes alimentan las ganas de vivir.

  Me gustan la reflexiones sobre cómo las vidas de otros cambian la tuya. En mi caso, a día de hoy, he tenido pocas bajas en mis afectos más próximos, pero he sentido el miedo atroz, paralizante, que provoca la posibilidad de perder a  un hijo. Recuerdo los largos minutos vividos a la puerta de un quirófano. Una espera llena de la esperanza y el miedo de ver abrirse la puerta y recibir un veredicto. Conservo la terrible sensación de certeza de que si se iba uno, el pequeño, si lo perdíamos a él, del otro, de su hermano, de mi hijo mayor, solo quedaría una parte, el resto se iría con su hermano y nunca volvería a ser el mismo, nunca ninguno volveríamos a ser los mismos. En este momento, ese pequeño duerme plácidamente convertido en un adolescente guapo y un pelín golferas, y aunque han pasado nueve años, rememorarlo duele. Porque durante unas horas, todos pudimos dejar de ser quienes somos.

  Comparto también esa creencia de que, dentro del horror, se abre a veces camino la belleza de la vida, en forma de amor o de la amistad incondicional, inyectándote  dosis de luz que impiden que esa nube negra te arrastre irremediablemente con ella. En su caso, un ejército de amigos y familiares cuidándolos a los dos en los últimos días de Pablo. En el mío, un batallón de seres queridos haciéndose presentes aún en la distancia. Con mensajes de buenas noches cuando te sabían ya sola ante el peligro, o de buenos días cuando te suponían tempranamente desvelada. Y eso nunca jamás te deja. Y eso nunca jamás se olvida.

   

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